jueves, 17 de abril de 2008

El sentido de la vida

El hombre habla,
Se mete en una cueva profunda y habla,
Habla en mitad de un oscuro pasadizo,
Y sus palabras reptan por la concavidad naciente,
La fabrican a sus labios invidentes.

El hombre escucha,
Escucha el paso doloroso de la caballería,
Escucha y repite como azogue torcido,
Pero el hombre no escucha su palabra.

El hombre habla,
Baliza a salivazos su derrota
Sin darle fe a la muerte de la letra,
Moviéndose en la sombra que su alma vivifica.

El hombre escucha,
Se nutre de palabras que luego regurgita,
Se nutre de visiones que opaca con el hálito del verso
Y alumbra o desvanece en un breve intervalo de silencio.

Para Pi. 91.

miércoles, 2 de abril de 2008

Las casitas chinas (II)

Hubo un día, una época, en que pasé un gran bache. Como el tiempo cura a base de olvido, que es el único remedio universal, me lo he perdonado, ya que, si no, hubiera sido imposible seguir adelante. Pero en aquella época no podía permitirme pasar por el gran bache.

-¿Qué es un bache? –me dice Hug, el troglodita-. Un bache tiene que ser algo serio. Un bache es no poder salir a cazar, pensar que hay una familia esperando la pieza y volver a casa de vacío, a aguantarle el llanto hambriento a tu hijo y la queja lastimera a su madre, y que esos sonidos hirientes se te metan en la cabezota y, haciéndose coro con los gruñidos de tus tripas, no te dejen pegar ojo en toda la noche, mientras te atormentas pensando si mañana va a haber o no caza que traer.

Hug, el troglodita, es escueto en su razones, pero quizás merezca más crédito del que le doy. Le conocí en un tebeo de Gosset, hace ya muchos años. Rechoncho, barbado, armado con una garrota gigante que apoyaba entre el hombro y el enmarañado pelo negro, vestía un arcaico trapo rojo con lunares oscuros y bajo su redonda nariz mostraba una enorme sonrisa dentada cuando daba con alguna maravilla que enseguida se tornaba en desengaño o, al menos, desconcierto.

Bache. Hoyo que se hace en el pavimento de calles o caminos, por el uso, u otras causas. Interrupción accidental que se produce en una actividad continuada. Desigualdad de la densidad atmosférica que determina un momentáneo descenso del avión. Abatimiento, postración súbita y que se supone pasajera, en la salud, en la situación anímica o en el curso de un negocio. La Real Academia de la lengua lo explica de ese modo. Pero las palabras son tan maleables, tan vivas en el fondo, que verlas atadas a una definición exacta e inequívoca las malogra un poquito.

Sin embargo, en todas esas definiciones está presente un determinado camino. Parece que sea necesario que siempre haya algo parecido a un sendero para que se presente un bache. No tiene sentido hallar baches triscando por los montes, vagando sin orientación por las laderas pedregosas que podrían ser, en sí mismas, un puro bache continuado, y donde todo son baches no hay bache que resalte, que se haga con esa definición que a su vez lo petrifica y lo mata.

Por otra parte, el bache forma parte del camino. No interviene en el sentido o la dirección, sino que, por estar en él, es el mismo camino, tal y como lo son las zonas llanas y fáciles, las curvas, las ascensiones, las rectas...

-Déjate de monsergas –dice Hug, el troglodita-. Tú sabes bien a qué me refiero.

Se refiere a que yo, aunque no vivía una economía floreciente, tenía un techo, algo que comer, y el amor de alguien.

Una vez, Hug, el troglodita, anduvo persiguiendo a un congénere de otro clan durante todas las viñetas de un pliego para hacerse con un invento fabuloso que le haría domesticar el fuego. Ese invento se llamaba cerilla. Cuando por fin lo consiguió, tras innumerables penalidades, lo llevó orgulloso a su jefe y lo rascó sobre una pared para matarlo en una única y vital demostración. Pero Gosset se cebaba en su criatura sin miramientos: toda la ufaneza del cavernario se quebró en un instante cuando su jefe le explicó que aquello no era para él nada nuevo, ya que tenía un cargamento de cerillas a buen recaudo.

¿Lo ves, Hug? No todo en esta vida es cazar.

-Eres un idiota. Si no cazas no hay nada que rascar: ni cerillas, ni orgullo.

Uno no cabe en el mundo cuando el mundo no cabe en sus manos, cuando un instante de vida que le ha sido dado soñar (no una vida entera, sino un instante, una imagen) se hace imposible a la luz de la realidad. Nada es como debería porque no he sabido darle forma, quizás subsistir consiste en engañarse modelando un camino que no es el nuestro para creerlo tal, y quizás los baches son asomos del camino inicial, ese que no hemos formado.

-Pareces un hechicero (un cura), hablando de caminos y realidades de lucecitas –replica Hug-. No hay camino que valga: la caza está cada día detrás de un matojo diferente.

Pero yo no lo sabía, Hug. He sido educado en una sociedad de volatines y farándula. ¿Cuál es, si no, el motor que la lleva hacia su destino? Los sueños. Los sueños que se venden, que empapelan las lindes, que viajan en los cuartos traseros del mulo que nos antecede. Sin ellos no se podría mantener el tinglado. Para cuando lo comprendes, es demasiado tarde: te encuentras abotargado por la pereza.

Lo malo es que en mi gran bache no tuve yo esa percepción que no sé si me hubiera salvado o condenado. Siempre pensé que hay poquísimos escogidos que sepan domeñar la libertad para ser libres sobre ella misma. En mi gran bache solamente tuve una sensación y, ¡ay de mi!, terminé culpándome por tenerla. Se plantó ante mí y me colgó de las orejas, como una letanía: Soy incapaz de...

-Sí que eres un incapaz. Lo has demostrado palpablemente. Para salir de caza no se puede dudar: la pieza te olfatea y se escapa.

Lo sé, lo sé, Hug, pero no puedo dejar de pensar que para salir de caza hay que estar entero. No se puede salir cansado, ni melancólico, ni pensando que no se puede.

-Hay que salir y punto. Cuando se caza no se piensa: se huele, se mira, se acecha y ya está.

Yo me encontraba mal. Quizás es que no me encontraba, el mundo no cabía en mis manos, me resultaba ajeno, había ideado tantas cosas tan sólo sobre mi soporte que me sentía como una cariátide aguantando un edificio de sal, mirando la escalinata a la que no podía acceder por no dejar de sostener una quimera que se vendría abajo en cuanto retirase un pie. Cuando uno mismo es la medida de las cosas no atisba a comprender lo que se esconde tras esas puertas, la razón que tienen para abrirse o cerrarse, para balancearse o golpear, cómo influye el aire que las voltea, qué remolino o qué agradable frescor orea su atmósfera interior, perturba su orden. Uno no sabe siquiera en qué consiste realmente esa atmósfera interior.

A veces pienso que madurar significa ver derrumbarse las cosas con serenidad. Cuando la cariátide retira el pie por querer asomarse al vano que no llega a alcanzar y la construcción entera se le viene abajo, entre esas cosas que se derrumban se encuentra uno mismo. Si la serenidad le falta, querrá reedificar idéntico edificio con idénticos materiales salinos, y el resultado se repetirá cada vez que reúna valor para tratar de hollar el vano. Figúrate, Hug: ni siquiera llegué a verlo por dentro, aprehenderlo, comprenderlo y, por lo tanto, apreciarlo. Sólo podía decirme: Soy incapaz de hacerlo.

Digamos que ese día no pude salir a cazar.





Hasta entonces había olvidado las casitas chinas. Con diez años salí de aquella alcoba, con catorce de aquella casa, y con dieciséis le perdí el rastro definitivamente al papel pintado de la pared.

Las casitas chinas (I)

Ética.


A veces me vienen a la cabeza las casitas chinas edificadas en el papel pintado de mi alcoba cuando era niño. Las miraba antes de dormirme, en la parte baja de la litera. Había otras cosas que mirar en el cuarto. Había un cartel del Real Madrid, del que recuerdo a Pirri, había un lavabo de cuando era aquella la habitación del servicio doméstico, había un calendario de librillo en la pared, sobre la mesilla, había un hermoso árbol tras la ventana al que se abrazaba una larga y retorcida parra, había otra cama a la izquierda, y había un somier sobre mi cabeza, pero yo miraba las casitas chinas. Los juncos, el puentecillo de madera sobre un río apenas esbozado, algunos otros vegetales, y las casitas, con su gracioso tejadillo y sus escaleritas.

La cama de al lado pertenecía al mayor de mis hermanos, que se acostaba tarde, o se iba a la mili, así que pocas veces andaba por allí, y al que ocupaba la litera superior no podía verlo una vez sus pies abandonaban el último peldaño de la escalera; por esto, cuando se callaba o arrojaba su tebeo del Capitán Trueno al suelo, era como si estuviese solo, y al golpear la pera eléctrica la pared, me quedaba con la débil iluminación de la ventana clavado en ese paisaje amable y relajante. De esta forma transcurría un tiempo que para la infancia era dilatado y hogaño resultaría breve, hasta que me metía en sus cristaleras de papel a dormir apaciblemente, sin hacer abstracciones del futuro. No podía ser de otra forma: quien viviera en aquellas casitas había de sentirse feliz, con la luz tamizada por sus vitrinas como capas de cebolla, en una suave danza difusa de cuerpos menudos que caminan de puntillas o se acomodan sobre tarimas; quien se apoyase en los maderos del puente escucharía el leve rumor del agua acompañando a la anulación de la mente para hablarle palabras de paz; quien acariciara el vaivén de los juncales notaría el sosiego haciéndose cuerpo entre sus dedos con el aroma de la brisa y la música de las especies. Tal era la pintura, y tal era la placidez del sueño de los niños.

La vida no participaba de esa placidez. Mi padre llevaba poco tiempo enterrado y el negocio familiar empezaba a quebrar, mi madre tenía seis bocas y un perro, y el nuestro no era ese hogar casi antípoda que respiraba serenidad. Sin embargo allí estaban las casitas chinas velando el descanso, otorgándolo como una dádiva, y desde entonces han quedado en la memoria para, ahora que no hay papel sobre las paredes, matizar la realidad con su óptica amable del tiempo.